Las tensiones se han hecho visibles incluso en las calles. Organizaciones sindicales han convocado a manifestaciones contra las políticas de Trump, mientras que la Guardia Nacional y la policía federal patrullan Washington por órdenes del presidente. El mandatario justifica la medida como una lucha contra una supuesta “delincuencia desbordada” y ha amenazado con extender la militarización a otras ciudades de mayoría demócrata, como Chicago y Baltimore. Los críticos de Trump han tildado a la situación como una “crisis prefabricada”, diseñada para desviar la atención pública de los escándalos que lo rodean, como el caso del pederasta Jeffrey Epstein y el revés a su política de aranceles.
En una columna publicada por El País, se analiza la situación como un intento por “arrebatar al Congreso la joya de la corona de sus atributos: el poder presupuestario”. Esta estrategia de Trump, que ha contado con el apoyo de una mayoría republicana que se ha mantenido en silencio, también ha afectado a otras instituciones independientes, como los Centros de Control de Enfermedades (CDC), cuya directora, Susan Monarez, fue despedida por no seguir las directrices de vacunación apoyadas por el secretario de Salud, Robert Kennedy, quien comparecerá esta semana ante un comité del Senado para dar explicaciones.
El nuevo curso político que se inicia en Estados Unidos es un momento de definición para la democracia del país. El intento de Trump por concentrar el poder, silenciar a los disidentes y pasar por encima de las instituciones amenaza con socavar el sistema de pesos y contrapesos que ha caracterizado al país. En este contexto, las elecciones de medio mandato del próximo año se perfilan como un momento clave para que el pueblo estadounidense decida si la dirección del país continuará por este camino o si, por el contrario, se volverá a los principios de la división de poderes.