La violencia extrema contra las mujeres en América Latina es un fenómeno que hemos naturalizado hasta el hartazgo. Pero cuando hablamos de “narcofeminicidio”, no se trata de tragedias aisladas, ni de episodios confusos de violencia de género. Estamos frente a una modalidad brutal de guerra informal donde el cuerpo de la mujer se convierte en un campo de batalla, y su destrucción en una marca indeleble de poder mafioso sobre territorios y comunidades enteras. No es un daño colateral ni un crimen pasional disfrazado: es una estrategia planificada para infundir terror y someter.
Cómo comenta Rita Laura Segato en su libro “la guerra contra las mujeres” donde desnuda esta verdad con una crueldad necesaria: “La violación y la tortura sexual de mujeres y, en algunos casos, de niños y jóvenes, son crímenes de guerra.” Esta afirmación no es metáfora ni ficción, sino el diagnóstico imparcial de una América Latina donde el narcotráfico y las mafias regentan un “Segundo Estado” paralizante que usa el cuerpo femenino como documento de soberanía y arma arrojadiza. En ese contexto, el triple femicidio de Brenda, Morena y Lara en Florencio Varela no puede verse como un hecho aislado ni siquiera como hecho de horror individual sino como la punta visible de una dinámica de muerte organizada que desgarra tejido social, moral y político.
El Cuerpo de la Mujer: Campo de Batalla y Documento de Soberanía
En la lógica de las mafias y el narcotráfico la mujer no es un enemigo armado, sino una víctima elegida para dramatizar y simbolizar la violencia. Segato afirma: “En tiempos de crueldad funcional y pedagógica, es en el cuerpo de la mujer —o del niño— que la crueldad se especializa como mensaje.” El cuerpo femenino se convierte así en la primera colonia de esta guerra brutal: profanado, torturado y destruido para demostrar la soberanía absoluta del crimen organizado en un territorio que el Estado legal no controla ni protege.
Cuando pensamos en Brenda, Morena y Lara, pensamos en más que tres víctimas, pensamos en la exhibición pública de esta pedagogía de la crueldad. Es un acto de terror que lanza una amenaza directa a sus comunidades, destruyendo los lazos de confianza y desangrando el tejido social. Porque al atacar el cuerpo de las mujeres, los grupos mafiosos rajan el alma misma de la sociedad, demostrando que pueden imponerse sin límites, que el horror que producen es funcional a la dominación y que nadie está a salvo.