Su modo de ejercer el poder combina convicción y ruptura. Milei no es un político clásico: desconfía de los partidos, desprecia la negociación y considera que ceder es perder. Convirtió la confrontación en método y la soledad en gesto de autoridad. Pero gobernar sin aliados es un experimento de corto aliento. Las instituciones se resisten, las provincias reclaman, el Congreso impone sus límites.
En los primeros meses, su estilo pareció marcar una nueva era: la de un líder dispuesto a desafiar la vieja política sin pedir permiso. Pero el paso del tiempo mostró las grietas de esa estrategia. Los conflictos se multiplican, los decretos se traban, las alianzas se diluyen. El poder, cuando no se comparte, se desgasta más rápido.
Aun así, el fenómeno Milei no puede reducirse a su temperamento. Representa un síntoma de época. Nació del hartazgo de una sociedad cansada de ver acuerdos que nunca resolvían nada. Muchos votaron por él no por su plan, sino por su rechazo al sistema que lo antecedió. En ese sentido, su rechazo al diálogo es también un reflejo del desencanto colectivo: un país que dejó de creer en la palabra como herramienta de cambio.
La incógnita es si esa etapa está llegando a su final. Tal vez Milei marque el último capítulo de una política construida sobre la furia. Tal vez el cansancio social con la pelea permanente abra el camino a otra forma de gobernar, más pragmática y menos vengativa. O quizás no: quizás la confrontación siga siendo el combustible preferido de una sociedad que todavía confunde autoridad con grito.
El futuro dirá si este experimento fue un punto de inflexión o apenas una reiteración con otro rostro.
Por ahora, lo único seguro es la pregunta que queda flotando sobre el país: ¿será Milei el último presidente sin vocación de diálogo… o apenas uno más en una larga lista de voces que hablaron solas?