Las dos envidias

Mariela Ruhl nos propone una mirada sarcástica para abordar desde el humor ideas y sentimientos que nos rodean cotidianamente.

¿Existen dos envidias o solo se trata de situar intensidades, intenciones y contextos en los cuales una única envidia adopta ropajes diversos?

En muchas ocasiones escuché hablar de la famosa “envidia sana”, asociada a una especie de admiración que desea poseer el bienestar ajeno. Se la distingue de “otra envidia” que intentaré caracterizar más adelante, apelando al sarcasmo como recurso valioso para reírnos de lo penoso.

Decía que a esa envidia “sana” se la considera inofensiva porque se supone que remite al deseo, por parte del envidioso, de parecerse al envidiado; pido permiso para desconfiar, porque la palabra envidia me transporta inmediatamente a una connotación negativa. A pesar de mi desconfianza, intenté pensar ejemplos (quizá poco pertinentes y extremos) que puedan dar cuenta de una envidia “sana” y llegué a caminar con los zapatos que cargan una especie de envidia por un plato de comida que necesita un estómago hambriento y crujiente. Seguí desconfiando (incluso de mi ejemplo) y llegué a la conclusión de que, en ese caso, la palabra “envidia” y el calificativo “sana” no resultaban apropiados; tal vez sea más justo hablar de impotencia, ante la injusticia que deben transitar sensibilidades arrasadas por la crueldad, la indiferencia y la miseria ajenas. Allí no se trataba de envidia; en ese caso, se trata de desesperación frente a la inequidad.

Abandoné la búsqueda de ejemplos que justifiquen de alguna manera la existencia de una envidia “sana” y decidí dejar en suspenso cualquier tipo de clasificación al respecto. Prefiero hablar directamente de aquella significación culturalmente compartida que sobreviene con solo pronunciar la palabra “envidia”. Se trata de la envidia propiamente dicha, la que se huele en la excepcional y famosa frase: “…yo hago ravioles, ella hace ravioles…”. Los ravioles “copiados y envidiados” son una excelente metáfora para ilustrar las distintas esferas que transita “ella”: la “E”. Decidí llamarla “E” para evitar repetir tantas veces la palabra envidia y para personificar a ese sustantivo abstracto que camina por la calle junto a todos nosotros, habitando nuestros espacios.

Me atrevo a decir que esa catarata llamada “E” puede portar cualquier apellido; sin documento alguno, llega y mira detenidamente con ojos rojos de tanto arder en la opacidad de su mirada. Intenta invadir diferentes lugares porque se siente viva encontrando excusas para seguir envidiando; no se priva de ahogarse en su propio veneno frente a bienes materiales y/o logros personales de diversa índole. Ella se descompensa frente a la espontaneidad, la inteligencia y la osadía; ella prosigue con la búsqueda de futuras víctimas y, de repente, se desmorona en un incesante virus gastrointestinal frente al brillo de un carisma que sobrevive a cualquier contingencia.

La envidia “enferma” (si es que existe una envidia “sana”) enferma al envidioso; el envidioso envidia a aquellos que no envidian.

Siguiendo la línea que propuse al principio, sarcasmo mediante como recurso humorístico en este caso, sugiero el mejor antídoto: la risa. Te perdono “E”, pero no te invito a comer ravioles.

 

Mariela Ruhl 

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