En la Argentina, donde las promesas se diluyen y los compromisos se relativizan, recuperar el peso de la palabra puede ser el primer paso para reconstruir la confianza perdida.
En la Argentina, donde las promesas se diluyen y los compromisos se relativizan, recuperar el peso de la palabra puede ser el primer paso para reconstruir la confianza perdida.

Hubo un tiempo en que la palabra valía más que cualquier documento. En los pueblos, un apretón de manos sellaba acuerdos, y cumplir lo prometido era una cuestión de honor. En la política, en los negocios o en la vida cotidiana, la palabra era compromiso. Hoy, en la Argentina, parece que esa costumbre quedó archivada junto con los valores que alguna vez nos distinguieron.
Se votó a Adorni y no asume. Se votó a Santilli y tampoco asume. Y no se trata solo de nombres o cargos: se trata del mensaje que eso transmite. La gente va a votar, cree en lo que elige, confía en una promesa… y después descubre que nada de eso vale demasiado. La palabra se volvió flexible, reversible, negociable.
Cada vez que alguien promete algo que no cumple, cada vez que un acuerdo se rompe sin explicación, se erosiona un poco más la confianza colectiva. Ya no sorprende —apenas indigna por unas horas— y seguimos adelante, resignados a un país donde decir no implica necesariamente hacer.
La pérdida del valor de la palabra no empezó ayer, pero se profundizó con el tiempo. Se rompió en la política, donde se dice una cosa y se hace otra; en la justicia, donde las sentencias se discuten según quién las firme; en la economía, donde se promete estabilidad y llega la incertidumbre; y también en lo cotidiano, donde la palabra ya no es garantía ni entre vecinos ni entre amigos.
Cuando un país deja de creer en la palabra, se desdibuja su contrato moral. Sin confianza, no hay política posible, ni economía que aguante, ni sociedad que funcione. Y esa decadencia no se resuelve con decretos ni con discursos: empieza por algo más simple y más difícil a la vez, que es volver a decir solo lo que se está dispuesto a cumplir.
Porque el ejemplo más grave no se mide en cargos ni en votos, sino en lo que dejamos a los chicos que nos miran. Si ellos crecen viendo que las promesas no se cumplen, que la palabra no vale, que todo puede cambiar según la conveniencia del momento, entonces no estamos fallando solo como adultos, sino como sociedad.
Recuperar el valor de la palabra es también enseñarles a ellos que el respeto, la coherencia y la verdad todavía importan. Porque un país puede tener crisis, errores o desacuerdos, pero si pierde su palabra, pierde su futuro.
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