La política de la moral y la moral de la política

Un análisis profundo sobre cómo la comunicación y los valores en la política revelan la pérdida de confianza y el juego de apariencias en la ética moderna.

Un análisis profundo sobre cómo la comunicación y los valores en la política revelan la pérdida de confianza y el juego de apariencias en la ética moderna.
Nota de Opinión

por Osvaldo Dallera
Lic. en sociología y profesor de filosofía

La ética de nuestro tiempo abandonó la idea de adecuación entre principios morales y comportamientos. De esa forma, dejó de lado la búsqueda del bien, esencialmente premoderna, y el enjuiciamiento de la corrección de las acciones, fundamentalmente moderna. En lugar de esas dos tradiciones éticas, centró su atención en el contenido valorativo de las comunicaciones dentro de las relaciones de interacción, con el propósito de determinar si aprecio o desprecio al otro según comulgue o no con mis criterios y pautas morales. 

Si sus valores son iguales o parecidos a los míos, puedo invitarlo a mi casa; de lo contrario, él o ella por una vereda, y yo por la otra. Así, lo que se dice pasó a ser moralmente más relevante para la convivencia que lo que se piensa y lo que se hace. Ya Maquiavelo (1469-1527) había tomado debida nota y brindó a la posteridad indicios de la relevancia que la comunicación tenía para la política. Si de lo que se trata es de tomar y conservar el poder, entonces habrá que saber qué decir y cómo, según lo requieran las circunstancias.

Hay quienes aseguran que el sociólogo alemán Niklas Luhmann (1927-1998) adquirió el rango de un Maquiavelo contemporáneo por el descarnado realismo que utilizó para describir y explicar el funcionamiento del sistema político actual. En abono de esta apreciación, conviene recordar el enfoque que este autor hizo al distinguir la política de la moral, de la moral de la política.

Respecto de la política de la moral, Luhmann sostiene que el sistema político utiliza dos fórmulas comunicativas que hacen viable y posible la convivencia democrática. La primera de esas fórmulas es la habilitación del uso de la hipocresía dentro de la comunicación política. Comunicar hipócritamente es comportarse de manera políticamente correcta para buscar beneficios morales de largo plazo. 

De ese modo, la ética invirtió la relación, ubicando arriba del escenario la primacía de la expresión por sobre la importancia y la sinceridad de las creencias, criterios o principios morales del político. Así, la palabra “ética” dejó de ser un instrumento de juicio y empezó a usarse en los intercambios comunicativos para orientar discusiones y establecer preferencias. Uno podría decir, entonces, que el uso de la hipocresía en la política moderna es la expresión de “la astucia de la razón” puesta al servicio de la naturalización y la eficacia del comportamiento político. 

Con hipocresía se consigue desviar los juicios ajenos sobre el comportamiento propio, siempre opinable, hacia una comunicación moral que resulte incuestionable siempre que sus contenidos sean los de las buenas intenciones. De este modo, la comunicación le gana la pulseada a los hechos y la apariencia triunfa sobre la sinceridad. Por todo esto, no resulta extraño ver en la comunicación política modificaciones o cambios de posiciones que favorecen el engaño o el autoengaño siempre que puedan ayudar, en el largo plazo, al éxito político. La hipocresía gana en adhesiones; recriminarles a los otros su uso carece de sentido (ya que nadie queda libre de ese pecado) y se debilita la polémica acerca de si resulta buena o mala.

La otra fórmula comunicativa de la política de la moral es la apelación a valores. Esta es una artimaña “secular y elegante” para hacer que el sistema siga funcionando a pesar de las sobradas muestras que brinda de su ineficacia para solucionar problemas. Lo llamativo de esta fórmula en nuestro tiempo es, por un lado, la multiplicación de valores (cada cual tiene los suyos) y, por otro lado, la posibilidad de cambiarlos según lo requiera la circunstancia. Hoy se puede estar aquí y apoyar a este, mañana allá y apoyar a aquel. Así, la ocasión y el sentido de la oportunidad definen la jerarquía de valores a tener en cuenta en cada caso. Recordando la humorada de Groucho Marx, cualquiera puede decir ahora, “estos son mis valores, pero si no le gustan tengo otros”.

Lo curioso y paradójico de estas fórmulas funcionalmente equivalentes es que vuelven a poner en valor la sinceridad. Quien así actúa cree de verdad que así se debe proceder y no se lo puede acusar de cínico. Ahora, cualquiera en política puede ser sinceramente hipócrita y voluble. Por otra parte, comportarse de este modo en política resulta indispensable para elaborar y presentar programas que, como se sabe, deben ser reformulados una y otra vez, según lo requiera el momento y la ocasión. La consecuencia de todo esto es el desencanto del público en relación con la política, ya que intuye o sabe que sólo se trata de comunicación acerca de valores y no de valores vivenciados por quienes los predican. Pero el desencanto también aflora en la conciencia del público cuando este advierte que la moral no mejora, aunque se condene la comunicación hipócrita de los políticos.

Respecto de la moral de la política, Luhmann advierte que al sistema no le sirve la función de la moral contemporánea de orientar el aprecio o desprecio de los otros según comulguen o no con nuestros criterios valorativos. Entonces propone tomar el encuadre que usa el deporte para fijar los límites del comportamiento moral, fuera de los cuales la conducta de quienes participan de cada juego debe juzgarse como inmoral. De acuerdo con esto, así como cometer una infracción durante un partido de fútbol no puede alcanzar para enjuiciar moralmente a quien la comete, la comunicación hipócrita y la apelación a valores no serían problemas morales de la política. Uno podría decir que en los dos casos esas prácticas forman parte del juego.

Esa moral diferente para el sistema político debe sostenerse en esa plataforma básica que dentro del deporte se denomina “juego limpio” y que, para la política, debe estructurarse en dos postulados básicos: ausencia de corrupción y prohibición de obtener información de otros partidos o de otros competidores de manera ilegal, no destinada al público. El primero de esos dos requerimientos alude al abuso de la diferencia de poder entre los que mandan y los que deben obedecer, y el segundo, a ese mismo abuso del que está en el gobierno con respecto a los que están en la oposición. Esos dos requisitos funcionarían como límites a partir de los cuales la política se hace inmoral, así como sucede en el deporte con el doping, o el arreglo de resultados de las competencias fuera del campo de juego.

Por otra parte, si la moral no puede controlar el funcionamiento de la política, pero al mismo tiempo el sistema político requiere alguna moral, se hace necesaria una especie de garantía externa de control que en nuestro tiempo la ejercen los medios de comunicación masiva, bajo la forma de escándalos. Los escándalos políticos mediáticos promueven en los que no están involucrados la sorpresa y la indignación necesarias para avivar el fuego. Ejemplos sobran, sólo hay que revisar los diarios y los portales. 

El escándalo como herramienta de control utilizada por los medios de comunicación masiva tiene una función y una desventaja. Por un lado, tiene la función de sacrificar en el altar de la opinión pública a quien fue descubierto violando alguno de los principios del juego limpio político, para que todo lo demás siga su curso como si nada, dentro del sistema. Y esto significa, como queda dicho, aceptar que todo lo que no es corrupción o apropiación ilegal y difusión de información de los otros competidores políticos forma parte de la dinámica normal de la política. 

Por otro lado, tiene la desventaja de crucificar individuos dejando intactas las prácticas desleales o ilegítimas, cuya intención no es otra que ocultar, entre otras maniobras escandalosas, la manipulación de la información con propósitos políticos, la elaboración de planes de gobierno con fines espurios y programas económicos orientados a la especulación financiera. Estos manejos internos dentro de la política, que deberían provocar indignación, explican la apatía y resignación que generan en el público.

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