El ámbito escolar, concebido como espacio fundamental para construir lo común y el pensamiento crítico, muestra una fractura preocupante. Los conflictos recientes, desde una preceptora herida en La Plata al intentar mediar entre alumnos hasta una batalla campal entre madres en un colegio de José C. Paz, evidencian que la violencia ha trascendido al alumnado y ahora involucra a toda la comunidad educativa.
Este clima sucede en un marco institucional que intentó dejar atrás un paradigma de mercado para centrarse en el derecho a la educación. El Reglamento General de Instituciones Educativas de la provincia de Buenos Aires (Decreto 2299/11) define a la escuela como un “nódulo” de la comunidad donde padres, docentes, directivos y alumnos tienen corresponsabilidad en construir una cultura democrática.
La clave es entender que la responsabilidad no recae solo en escuelas o docentes, sino en toda la comunidad educativa. Cuando cada actor mira solo su parte o se desentiende, la violencia se naturaliza y el problema se agrava. Convivir es un trabajo pedagógico con roles y límites claros, donde la autoridad pedagógica debe ser democrática, pero sin diluir la asimetría que posibilita la educación.
Sin embargo, la violencia actual refleja un gran desequilibrio entre lo que la normativa prescribe y la práctica real. El Estatuto del Docente (Ley 10579) señala que el personal educativo tiene la función de formar y proteger, tarea insostenible si la familia actúa en contra de este rol fundamental.
La escuela es un espejo de la sociedad. Si las desigualdades, injusticias y falta de oportunidades debilitan los vínculos fuera del aula, estos problemas irrumpen dentro, afectando cada interacción educativa.
En José C. Paz, la participación activa de las madres en una pelea entre alumnas demuestra la corresponsabilidad incumplida. La normativa exige que los padres respeten la autoridad pedagógica, y su violación vacía el rol mediador de la escuela.
Esta crisis no es un fracaso del reglamento, sino un fracaso colectivo para asumir la corresponsabilidad establecida. No bastan protocolos ni reglamentos, sino un compromiso social profundo. Es necesario integrar a todos los actores con recursos, formación y políticas que promuevan seguridad física, salud emocional e inclusión.
Cuando los adultos encargados de sostener el diálogo y los Acuerdos Institucionales de Convivencia (AIC) quiebran la legalidad y el respeto a la autoridad, el sistema no puede funcionar. La normativa prevé sanciones pedagógicas para la reflexión y reparación, pero para que esto ocurra, la escuela debe ser un refugio capaz de sostener límites pese a la conflictividad social.
La pérdida de respeto a la autoridad, que empieza en la familia, es un reflejo de la crisis social y política que atraviesa Argentina. Cuando los líderes políticos usan un lenguaje agresivo y desprestigian las instituciones, ese ejemplo se replica en las generaciones, debilitando los vínculos de respeto fundamentales.
Esta crisis de autoridad afecta directamente el ambiente escolar. La falta de legitimidad y respeto hacia docentes y normas genera conductas violentas y crisis de convivencia. Para revertirla es vital reconstruir la confianza social y el respeto desde la familia, la política y toda la sociedad, con un compromiso colectivo que dé ejemplo y refuerce la autoridad legítima.
Además, la violencia escolar se amplifica y expone en tiempo real a través de dispositivos móviles y redes sociales. En una era de sobreinformación e instantaneidad, cada episodio puede viralizarse en minutos.
La exposición constante alimenta el miedo, estigmatiza comunidades educativas y actores involucrados, y a menudo construye relatos fragmentados o sensacionalistas que no contribuyen a entender o resolver los problemas de fondo.
La viralización responde también al morbo propio de las redes, donde el impacto inmediato prevalece sobre la comprensión profunda, fragmentando y deshumanizando a quienes aparecen en esos videos.
El desafío final del sistema educativo no es simplemente restaurar orden, sino lograr que el principio de corresponsabilidad sea asumido como una convicción colectiva, no solo una imposición legal. Si los adultos no recuperan el rol de custodios del respeto y el límite, el esfuerzo por construir una escuela basada en derechos quedará como una declaración vacía.
Este llamado urgente a la reflexión destaca la necesidad de transformar la escuela no solo en un espacio de conocimiento, sino en un espacio de vida digna y respeto mutuo. Sólo con un compromiso colectivo, que priorice soluciones integrales por encima de la búsqueda de culpables individuales, será posible garantizar una educación segura, inclusiva y de calidad.