El esfuerzo titánico del gobierno de Javier Milei por reducir la presión tributaria a nivel nacional, un pilar fundamental de su política económica, choca de frente contra una barrera silenciosa pero poderosa: la inamovible voracidad fiscal de los estados subnacionales. Este contrapunto no es meramente una disputa política entre la Casa Rosada y los distritos, sino la manifestación más clara de la enfermedad estructural que hace que todo sea más caro en Argentina, elevando el llamado “costo país”.
La gestión libertaria ha impulsado una verdadera “cruzada” de desgravación. Desde el inicio de su mandato, el Ejecutivo ha eliminado o reducido 24 impuestos nacionales, con el objetivo de oxigenar el sector privado y fomentar la inversión. Según datos especializados, esta política ha significado una caída de la presión tributaria nacional de casi un punto del PBI, gracias a rebajas en gravámenes clave y la eliminación de impuestos como el PAIS. El mensaje es claro: la Nación busca generar condiciones de mercado predecibles y atractivas.
Sin embargo, ese estímulo se evapora al descender un escalón en la pirámide estatal. Mientras la administración central ajusta y recorta, la presión fiscal a nivel provincial y municipal se mantiene inalterable, estancada en 4,84% y 0,97% del PBI, respectivamente. Los ejemplos de esta tesitura son múltiples y variados: desde la decisión de La Rioja de sumar a las empresas mineras como agentes de retención de Ingresos Brutos, un intento de “morder más” el flujo de dólares de un sector estratégico; hasta las polémicas tasas creadas por intendencias como la de Moreno, que grava hasta el mantenimiento y las obras en domicilios particulares.
Esta fragilidad institucional, donde las reglas impositivas pueden cambiar drásticamente entre una elección y la siguiente, o incluso entre una localidad y su vecina, es el principal espantapájaros para el capital de largo plazo. ¿Por qué un inversor asumiría riesgos de diez años si cada dos años se juega el rumbo económico en las urnas? El resultado de esta desconfianza sistémica es palpable: las tasas de interés se elevan, los plazos para la financiación se acortan y los contratos deben resolverse en jurisdicciones internacionales. El costo de la incertidumbre se traduce directamente en un precio más alto para el dinero y, consecuentemente, para los bienes y servicios finales.
El Gobierno intenta remediar esta descoordinación con propuestas como la reforma laboral, que incluye un capítulo tributario para eliminar aún más gravámenes, y la creación del Régimen de Incentivo para las Grandes Inversiones (RIGI). No obstante, el contrapunto político entre la Nación y los estados distritales subraya que la solución no se halla solo en el ajuste macroeconómico o la ley, sino en un consenso político profundo sobre el modelo de desarrollo. Hasta que no se logre una alineación real para estimular al sector privado y garantizar previsibilidad, el riesgo de invertir en Argentina seguirá siendo excesivamente alto. Y ese riesgo, indefectiblemente, lo pagará el ciudadano.