A 35 años del femicidio de María Soledad Morales, su historia es un símbolo emblemático de violencia, impunidad y poder en Catamarca, Argentina. El asesinato y las circunstancias que lo rodearon evidenciaron redes de encubrimiento, corrupción y abuso por parte de familias influyentes y cargos públicos, que durante años intentaron silenciar la verdad.
María Soledad tenía 17 años cuando desapareció en la madrugada del 8 de septiembre de 1990 tras una fiesta escolar en San Fernando del Valle de Catamarca. Su supuesto novio, Luis Tula, la recogió y la llevó a una discoteca cercana, donde la presentó a un grupo de jóvenes estrechamente vinculados a políticos y policías: hijos del poder. Allí, fue drogada con cocaína, abusada sexualmente y luego asesinada brutalmente, con 30 puñaladas y múltiples torturas. Su cuerpo apareció dos días después en un descampado, casi irreconocible.
Desde el hallazgo, la investigación estuvo marcada por la manipulación y la corrupción: la policía borró evidencias del cuerpo, se presionó a testigos, y se intentó enfocar la culpabilidad en un solo acusado para proteger a los demás. La intervención directa del entonces presidente Carlos Menem y la participación de figuras como el represor Luis Abelardo Patti evidenciaron el entramado político y policial que buscaba encubrir el crimen.
Las “Marchas del Silencio” encabezadas por estudiantes y lideradas por la rectora del colegio de María Soledad, Martha Pelloni, fueron una expresión inédita de repudio social y demanda de justicia que trascendió Catamarca y tuvo impacto nacional. Estas manifestaciones mudas se transformaron en símbolo de resistencia frente a la violencia de género, la corrupción y la impunidad.
El proceso judicial fue complejo: el primer juicio terminó anulado por irregularidades y presiones, mientras que el segundo, largo y transmitido en directo, logró condenas significativas, pero dejó la sensación de que la verdad completa nunca fue revelada. Los condenados, algunos de ellos vinculados a las familias gobernantes, cumplieron penas reducidas y muchos ejemplos de encubrimiento quedaron impunes.
María Soledad Morales se convirtió en un emblema de la lucha contra la violencia de género y la corrupción institucional en Argentina. Sin embargo, a pesar de su impacto y reconocimiento, la memoria social se enfrenta a la apatía y el olvido generacional, y en provincias como Catamarca queda pendiente una reparación simbólica y justicia integral.
El caso expone cómo el poder político y económico puede perpetuar la violencia y obstaculizar la justicia, y subraya la importancia de la movilización social, la transmisión pública de los procesos judiciales y el reconocimiento legal de la violencia de género para proteger a las víctimas y evitar nuevas tragedias.
Este crimen marcó un punto de inflexión en la historia argentina, evidenciando la necesidad de transformar estructuras y garantizar igualdad y derechos desde una perspectiva de género.