Leonardo Peluso – Periodista
Hay una amable sombra que cobija a la inmensa mayoría del mundo del fútbol: la de las grandes historias de superación y sueños cumplidos con la pelota. Son los relatos de los que vencen, de los que logran sobreponerse a las piedras del camino y un día transforman sus vidas y las de sus familias gracias a una pelota y un juego.
Por estos días nos acompañaron, junto a un nuevo mundial juvenil y con los chicos del Sub-20: Soler, Prestiani, Silvetti, Sarco o Pérez, quienes cambiaron la suerte de sus familias y demostraron que, a veces, el fútbol todavía puede ser una forma de justicia y ascenso social. Sus familias también fueron protagonistas en cuanta nota circuló en los medios y siempre con el elogio al sueño hecho realidad. Días pasados sucedió también con Lautaro Rivero, un chico de una veintena de años que fue citado a la selección mayor, y fue impactante el recuerdo de cuando no mucho tiempo atrás vendía alfajores en los trenes.
Y no es un fenómeno solo nuestro. Si cruzásemos el Atlántico, podríamos hablar de lo mismo en Europa: basta con ver la cantidad de hijos de inmigrantes africanos que hoy juegan en selecciones como España, Francia o Italia, y son figuras en los equipos más poderosos del viejo continente. Hijos de familias enteras que se arrojaron a esos mares en busca de sobrevivir. O, por caso, los chicos de Marruecos que jugaron la final del Sub-20 y que, en su inmensa mayoría, no residen en su país y apenas se regresan para pasar las fiestas. Sobran los documentales al respecto.
Con frases de molde como “perseguí tus sueños y se cumplen”, “artífice de tu destino” o “el esfuerzo vale la pena”, esas historias —y tantas otras— desfilan como ejemplo para todos aquellos que ven en el fútbol su gloria y su salvación. Y está bien que así sea: vencer a la adversidad y luchar por eso siempre merece respeto y admiración.
Pero si quisiéramos —y tuviéramos la voluntad— de rascar un poco más allá de la emoción, las copas alzadas y el aplauso, descubriríamos que también existen otras caras para esa moneda. Las que nadie quiere contar, porque la desolación de la derrota no tiene buena prensa ni muchos likes.
Detrás de cada historia que conmueve hay decenas que se apagan en silencio. Pibes que hicieron el mismo esfuerzo, que madrugaron igual, que dejaron la escuela, los amigos, los fines de semana y un día quedaron libres. Después de diez años de pensar en llegar, un día llegan, pero al final de una vía muerta. Lo que sigue para ellos dependerá de cómo se hayan preparado, no para triunfar, sino más bien para fracasar.
No es solo la crueldad del azar o de las circunstancias: también hay algo vinculado a la perversidad del propio sistema, que necesita que la mayoría no llegue para sostener el mito de los elegidos. Es raro cómo las excepciones a la regla se convierten en la regla.
No se trata de apagar la fiesta ni de despertar a nadie de sus sueños de gloria. Menos aún de bajarle el precio a las alegrías recientes de los chicos y sus familias, en el Mundial de Chile, por ejemplo. Pero sí de entender que las historias luminosas se construyen siempre sobre muchas sombras. Porque si a la maquinaria de marketing del fútbol le encanta mostrar las hazañas de los que llegaron y aplaudir los sueños hechos realidad, también debería hacerse cargo de reponer, reconstruir y curar a los que se les hicieron trizas los sueños en el final del camino.